III DOMINGO DE ADVIENTO
DOMINGO DE GAUDETE
Por Nuestro Párroco, Padre Carmelo Jiménez
Al tercer domingo de Adviento se le conoce como Domingo de Gaudete lo cual significa que es el Domingo de la Alegría. Pero no la alegría pasajera de nos dan las cosas de tenerla hoy y se nos esfuma en un momento.
El profeta Isaías afirma en la primera lectura: “Me alegro en el Señor con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios, porque me revistió con vestiduras de salvación y me cubrió con un manto de justicia” (Is. 61, 10). La salvación es la meta de nuestra fe, por lo tanto, si la encontramos en Dios, esa es la alegría mayor que puede darnos, la cual no será pasajera, sino una salvación eterna.
El pueblo de Israel tenía un año jubilar cada 50 años, y era anunciado por el ungido, lo cual significaba liberar y devolver lo comprado. Todo, completamente todo, al comprarse o venderse, el precio era tasado conforme a los años que faltaron para el año jubilar, y era cuando llegaba el anuncio por el Ungido y la devolución o libertad de las cosas, e incluso, de los esclavos (Lev. 25, 10 -15). Pero ahora ya no es el profeta o el ungido sino el Mesías quien nos trae el evangelio, o más bien, quien se convierte en el Evangelio, es decir, en la Buena Nueva: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos, la libertad a los prisioneros, y a pregonar el año de gracia del Señor” (Is. 61, 1-2).
El texto del Evangelio de hoy es tomado del Evangelio de San Juan (Jn. 1, 6 – 8. 19 – 28) que es paralelo del texto de San Marco (Mc. 1, 1 – 8) que escuchamos el domingo pasado. En ambos textos el Bautista señala a quien se convierte en la Buenas Nueva para todo el que crea en El y en quien la profecía de Isaías se hace realidad: “Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias” (Jn.1, 26 – 27). Tiempo después del bautismo del Señor, Juan el Bautista enviará a dos de sus discípulos a preguntar a Jesucristo si él es el Mesías o se tendrá que esperar a otro y en respuesta, Jesucristo manda a decirle al Bautista: “Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Lc. 7, 22). Es decir, el mismo Mesías da testimonio que en Él se cumplen todas las promesas.
La Virgen María proclama: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede” (Lc. 1, 48b -49). Esa dicha de María es la proclamación de las bondades y presencia del Salvador en su vida. Tendrá que ser dicha y paz para nosotros, como en la virgen María, por su presencia en Medio de Nosotros.
Ya en muchos lados he visto los pesebres esperando la navidad, esperando la llegada de ese niño hermoso, que traerá la salvación para cada uno que lo reciba, ya no en el vientre como María, sino en el corazón, a través de: la escucha de la Palabra, la celebración Eucaristía y de los demás sacramentos, la reconciliación consigo mismo, con los hermanos y con Dios. Recibir a Jesús es configurarnos con Él a la manera de pensar, de sentir y de ver y hacer las cosas. Y en ese recibirlo es como nos liberara, es como nos sanara, es como Él se hace el Salvador.
Que la alegría que Cristo nos trae se haga realidad en nosotros, en ti hermano y hermana, que te llenes de esperanza en la salvación y Dios conceda liberarte de todo pecado para que en tu corazón lo recibas a El que es la bondad infinita. Goza, regocíjate, espera con amor, al que es el Amor Eterno. Dios nos conceda crecer en la alegría y en el amor. Amen.