IV DOMINGO DE CUARESMA
CRISTO, LUZ DEL MUNDO
Por Nuestro Párroco, P. Carmelo Jiménez
Este cuarto domingo de cuaresma se distingue por la Misericordia de Dios a favor de su pueblo. La alegría, manifestada en la luz y el valor de lo sin valor.
“-¿Son éstos todos tus hijos?- Él respondió: -Falta el más pequeño, que está cuidando el rebaño-” (1 Sm 16: 11a). La primera lectura nos relata la unción de David. Es un relato que quiere ofrecernos el fracaso de la monarquía de Saúl y el ascenso, desde lo más humilde, de David al trono. Dios elige a David porque es el más pequeño, el que menos intereses tiene en todo esto, en su corazón no existía ningún anhelo de ser rey por saberse el ultimo. El autor sagrado deja en claro que lo que a Dios le interesa no es la monarquía sagrada, sino que el rey sea justo y bueno con los que no tienen defensa. Por eso, nos recuerda el origen sencillo y humilde del pastor… que llegó a ser rey. Y eso no se debería olvidar nunca.
Como es sabido, casi todos los pasajes evangélicos que se escuchan en el tiempo de cuaresma, ciclo A, son muy densos en sus contenidos. La Iglesia nos presenta un pasaje de San Juan, que es rico en significado pero polémico. Un signo y un diálogo, en polémica con los judíos, nos presenta a Jesús como revelador de Dios que va destruyendo muchas cosas y concepciones que se tenían sobre Dios, sobre la vida, sobre la enfermedad, sobre el pecado y sobre la muerte. “Jesús vio al pasar a un ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: ‘Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?’” (Jn 9: 1-2). San Juan, en su relato, enfrenta al hombre ciego de nacimiento con los fariseos, que son los que deciden sobre las cuestiones religiosas. El ciego de nacimiento, en la mentalidad judía es alguien inaceptable, debía tener una culpabilidad, sea personal o bien heredada de sus padres o antepasados. Los símbolos que componen este relato son: el barro de la tierra, la saliva, el sábado, el envío a la piscina de Siloé… Todo eso nos muestran a un Jesús que domina la situación, en nombre de Dios, para dar luz, para dar vida y para mostrarse como la luz del mundo.
“¿Para qué quieren oírlo otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?” (Jn 9: 27b). Jesús elige un proceso en el que se debía enseñar cómo recibir y vivir la luz de la fe, y que les llevaría necesariamente a enfrentarse con el misterio de las tinieblas de los que no lo aceptan. El ciego que llega a ver, que al principio no sabe quién es Jesús, poco a poco va descubriendo lo que Jesús le ha dado, y lo que los fariseos le quieren arrebatar. Se convierte en el centro de la polémica: este pobre hombre que ha venido ciego al mundo tiene que elegir entre una religión de vida, de luz, de felicidad, o una religión de muerte, que le proponen los fariseos, a quienes les duele más que el hombre haya sido liberado en sábado, que el que pueda asomarse a la luz de la vida.
“Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo: ‘Ve a lavarte en la piscina de Siloé’ (que significa ‘Enviado’)” (Jn 9: 6-7). El mandato de ir y lavarse en la piscina de Siloé, no es otra cosa que sumergirse en la vida del enviado. Recordemos que el enviado es el mismo Jesús. Entonces, podemos decir que aquel hombre no es curado o salvado, por la saliva y el barro, sino por lavarse, sumergirse en el misterio de la vida del Señor. Los vecinos, los parientes, los que le conocían en su ceguera y en su pobreza se asombran de aquel acontecimiento. Ha sucedido algo maravilloso, porque lo que viene de Dios no es comprendido más que por la fe. Toda aquella gente no podía comprender, ya que se necesitan otros ojos distintos para mirar lo que ha sucedido. Para ellos sólo existe una respuesta: Jesús: “¿Entonces también nosotros estamos ciegos?” (Jn 9: 40b).
En el ciego de nacimiento están todos los hombres sumergidos en la tiniebla hasta que Cristo trae el conocimiento que ilumina: la ceguera es la experiencia de las falsas seguridades de los judíos y del mundo. Pidamos a Dios nos conceda la libertad de espíritu para poder ver, con ojos de fe, y proclamar con alegría que Jesucristo es nuestro Dios y Salvador, la Luz del mundo.